Está la Historia y la vida del hombre (legendaria o real) plagada de viajeros con excusas diversas para justificar su nomadismo: que si han pactado con el demonio como Van der Decken, el famoso holandés errante; que si quieren evadirse de la realidad; que si conocer otros mundos; que si tal o cual. Y en verdad todos reconocemos esa sensación instintiva. En el más mínimo momento en el que tenemos la posibilidad de alejarnos de nuestro mundo inmediato, de nuestras obligaciones y conocer otros espacios distintos, buscamos barcos, aviones o bicicletas para salir huyendo.
La mayoría estamos en estos días organizando un viaje o ya por ahí (en Japón o haciendo el camino de Santiago) y los que no, algo se lo impide.
El ser humano tiene una raíz nómada, qué le vamos a hacer. Si nos acercamos al aeropuerto veremos un enjambre de personas de diversos tamaños y etnias atravesando pasillos sin parar e ingiriendo alimentos constantemente, igual que nuestros antepasados que recorrían senderos y buscaban bayas o cazaban para reprimir la sensación de hambre.
Antes, los de este país del sur de Europa, no viajábamos tanto, si acaso solo para emigrar; ahora está el mundo lleno de españoles de vacaciones o censados (1.450.000 según el diario SUR del domingo pasado), en cuanto vimos la puerta abierta y nos lo han permitido las crisis, hemos salido todos corriendo.
Los neandertales llegaron a las costas del sur de Andalucía huyendo del frío, pero, cuando toparon con el mar, se extinguieron. Los turistas se tumban al sol en la arena con una cerveza. El homo sapiens demostró ser más práctico.
Ahora, en mi cuarto de baño hay dos búlgaros colocando un plato de ducha. Cuando terminen la obra, me pondré a preparar la maleta para salir de aquí de una vez.
Rumanos en el cuarto de baño, amigos en Kioto, menudo cacao intercultural. Estoy escribiendo esto con la tele puesta, pero no me molesta porque no la entiendo (casi nada). Qué maravilla ver la tele sin mosquearte.
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