Lo típico de estos últimos días del año es hacer balance del mismo, pero eso es realmente algo subjetivo (cada uno cuenta la feria según...) ya que si solo somos objetivos podríamos afirmar que este año 2011 no ha sido uno de los mejores.
Por tanto, yo me quedo con lo que más directamente me afecta: no me ha ido demasiado mal en lo personal aunque en lo económico y social las perspectivas son pesimistas.
Para ello contaré una situación banal que viví esta semana navideña. Por un motivo que no viene al caso tuve que ir a una sucursal de un banco de la ciudad a realizar un ingreso. Al llegar a la misma me encontré con una cola enorme de personas que, como es costumbre en nuestra tierra, opinaban de todos los temas de actualidad a gritos y buscando en mi mirada cierta complicidad que rehusé con entrenada maestría. En la caja sólo había dando la cara una trabajadora que no llevaba un buen día, según pude percibir, ya que siempre terminaba contestando de mal humor a la mayoría de reproches por comisiones o falta de explicaciones (me enteraba de todas las conversaciones sin querer, ya saben, todo el mundo grita demasiado en este país). Del fondo de la sucursal surgió una muchacha, seguramente sería la interventora o directora, que pretendía salir a la calle tal vez para desayunar. Muchos compañeros de la cola intentaban llamar su atención mientras que ella se embozaba en su bufanda. El que se acercaba a ella ni siquiera se presentaba: ¿qué hay de lo mío? decía en general (todo el mundo cree que es reconocible por el simple hecho de ponerse delante). La interventora o directora no pudo salir. Terminó por colgar en una percha su abrigo y bufanda para atender a alguien que había insistido en que su problema era "inaplazable" para exigirle aquel sacrificio y decidió sentarse otra vez en su asiento. Cuando llegó mi turno, la cajera dijo que no podía hacer el ingreso allí, que, como indicaba una nota tras su cabeza, para la miseria de euros que tenía que ingresar debía hacerlo en el cajero de la puerta. Yo intenté buscar la nota sin ningún éxito entre la publicidad y el sinfín de hojas con letra pequeña que la acompañaban. Me fui resignado al cajero automático en el que había otra cola enorme de clientes con un problema parecido al mío. Pensé, mientras esperaba nuevamente mi turno y espiaba lo que hacían los demás para no meter la pata delante del cajero, que si la sucursal fuera una oficina pública y la empleada un funcionario la gente no estaría tan tranquila en la cola sino recriminando a gritos la burocracia y la ineptitud de los empleados públicos. Se trataba de un banco y el "pobre" habrá recortado en personal por la morosidad de los hipotecados y la mengua de los beneficios.
Cuando las cosas iban bien, los empleados públicos sufrimos todos los años subidas por debajo del IPC e incluso la congelación y subsiguiente pérdida de poder adquisitivo sin prácticamente protestar. Mientras que muchos especulaban y se forraban con los precios inflados de las viviendas, los funcionarios, siempre despreciados porque tenemos un empleo "seguro", no obtuvimos ningún beneficio. Ahora que las cosas van mal, nuestros sueldos son nuevamente congelados o se bajan al mismo tiempo que se aumenta el número de horas de trabajo. La opinión pública en general lo ve bien. Los funcionarios son unos privilegiados, no hacen nada, escucho en una conversación delante del cajero automático, y tienen un trabajo fijo.
Los trabajadores de la sucursal no estaban muy contentos: a saber qué subida salarial van a tener este próximo año, pero creer que todos estos problemas provocados por la crisis se resuelven cargándose las administraciones y a sus empleados es una terrible y estúpida falacia por falsa analogía.
Por tanto, yo me quedo con lo que más directamente me afecta: no me ha ido demasiado mal en lo personal aunque en lo económico y social las perspectivas son pesimistas.
Para ello contaré una situación banal que viví esta semana navideña. Por un motivo que no viene al caso tuve que ir a una sucursal de un banco de la ciudad a realizar un ingreso. Al llegar a la misma me encontré con una cola enorme de personas que, como es costumbre en nuestra tierra, opinaban de todos los temas de actualidad a gritos y buscando en mi mirada cierta complicidad que rehusé con entrenada maestría. En la caja sólo había dando la cara una trabajadora que no llevaba un buen día, según pude percibir, ya que siempre terminaba contestando de mal humor a la mayoría de reproches por comisiones o falta de explicaciones (me enteraba de todas las conversaciones sin querer, ya saben, todo el mundo grita demasiado en este país). Del fondo de la sucursal surgió una muchacha, seguramente sería la interventora o directora, que pretendía salir a la calle tal vez para desayunar. Muchos compañeros de la cola intentaban llamar su atención mientras que ella se embozaba en su bufanda. El que se acercaba a ella ni siquiera se presentaba: ¿qué hay de lo mío? decía en general (todo el mundo cree que es reconocible por el simple hecho de ponerse delante). La interventora o directora no pudo salir. Terminó por colgar en una percha su abrigo y bufanda para atender a alguien que había insistido en que su problema era "inaplazable" para exigirle aquel sacrificio y decidió sentarse otra vez en su asiento. Cuando llegó mi turno, la cajera dijo que no podía hacer el ingreso allí, que, como indicaba una nota tras su cabeza, para la miseria de euros que tenía que ingresar debía hacerlo en el cajero de la puerta. Yo intenté buscar la nota sin ningún éxito entre la publicidad y el sinfín de hojas con letra pequeña que la acompañaban. Me fui resignado al cajero automático en el que había otra cola enorme de clientes con un problema parecido al mío. Pensé, mientras esperaba nuevamente mi turno y espiaba lo que hacían los demás para no meter la pata delante del cajero, que si la sucursal fuera una oficina pública y la empleada un funcionario la gente no estaría tan tranquila en la cola sino recriminando a gritos la burocracia y la ineptitud de los empleados públicos. Se trataba de un banco y el "pobre" habrá recortado en personal por la morosidad de los hipotecados y la mengua de los beneficios.
Cuando las cosas iban bien, los empleados públicos sufrimos todos los años subidas por debajo del IPC e incluso la congelación y subsiguiente pérdida de poder adquisitivo sin prácticamente protestar. Mientras que muchos especulaban y se forraban con los precios inflados de las viviendas, los funcionarios, siempre despreciados porque tenemos un empleo "seguro", no obtuvimos ningún beneficio. Ahora que las cosas van mal, nuestros sueldos son nuevamente congelados o se bajan al mismo tiempo que se aumenta el número de horas de trabajo. La opinión pública en general lo ve bien. Los funcionarios son unos privilegiados, no hacen nada, escucho en una conversación delante del cajero automático, y tienen un trabajo fijo.
Los trabajadores de la sucursal no estaban muy contentos: a saber qué subida salarial van a tener este próximo año, pero creer que todos estos problemas provocados por la crisis se resuelven cargándose las administraciones y a sus empleados es una terrible y estúpida falacia por falsa analogía.
Tus palabras ponen voz a mis pensamientos. Gracias por tu lucidez.
ResponderEliminarPablo.
Sin comentarios. Está todo dicho.
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