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La caja tonta

No he hablado hasta ahora casi nada de televisión. Quizás sea el momento.
La tele se supone que nos distrae y aleja de las malas noticias: la prima de riesgo, las bajadas de sueldos o los accidentes de tráfico, pero no es cierto. La infinidad de cadenas digitales o por satélite nos bombardean con noticias trágicas, pesimistas o con el griterío de los programas del corazón, que nos acercan al infierno.
Los que ya tenemos más de cuarenta recordamos con nostalgia otra televisión, que ahora, por el paso del tiempo que carga de ternura los recuerdos del ser humano y por la identificación con instantes inolvidables de nuestra infancia o juventud, nos parece "mejor". Pero recordemos las pocas opciones que teníamos, el control que ejercía el poder político del momento y el drama de tener que levantarnos para subir o bajar el volumen. Sin embargo, sí hay algunos recuerdos que son positivos, por ejemplo: esa televisión que me aficionó al teatro gracias a Estudio 1. A mis pocos años podía ver sin problemas, sin atrofia de las neuronas, e incluso disfrutando, Doce hombres sin piedad con mi admirado José Bódalo o Cuatro corazones con freno y marcha atrás de Jardiel Poncela o algunas obras más duras de Chéjov o Ibsen. Yo me limitaba a ver teatro: comedia o drama, me daba igual y era lo que había.
La experiencia nos ha demostrado que cuanto más liberalismo televisivo el resultado intelectual es más pobre. La oferta de cadenas diversas y la posibilidad de escoger lo que se quiera ha atrofiado, por fin, nuestros cerebros. Si tenemos la libertad de ver un programa evasivo y superficial, ¿para qué vamos a buscar teatro? En estos momentos, casi nadie se atreve a emitir algo en serio sin pedir perdón ni adornarlo de farfolla inútil. La audiencia no alcanzaría el porcentaje que se considera adecuado o rentable, así llegamos a la conclusión de que a la gente no le interesa y, por tanto, se puede suprimir sin problemas.
Nos quedaba todavía la esperanza en las televisiones públicas, controladas por el poder político pero obligadas institucionalmente  -aunque solo en ciertos momentos- a la divulgación y a la educación del pueblo soberano.
Sin embargo, esta semana el Congreso dio vía libre para privatizar las televisiones públicas autonómicas. La excusa de la crisis y sus correspondientes recortes están llevando al patíbulo lo que quedaba de cultura en la televisión. De todas formas, María Dolores de Cospedal lleva mucho tiempo poniendo en duda hasta la imparcialidad informativa de TVE. ¿Qué es imparcialidad? ¿Que los periodistas callen lo que no te conviene?
Hay una solución muy cómoda: apagar la televisión. Es tan fácil que resulta absurdo. Recordemos que en mayo el liderazgo en la audiencia se lo llevó Tele 5 gracias a Gran Hermano y a la final de la Europa League, testimonios claros de la cultura española del siglo XXI. Me viene a la mente ahora un diálogo de la obra Pic-nic de Fernando Arrabal, cuando el señor Tepán, padre del protagonista, descubre su gran idea: "Pues entonces podemos hacer una cosa: parar la guerra." ¡Qué fácil es algunas veces decir lo imposible!

Comentarios

  1. Qué completo retrato del fenómeno y de sus causas. Gracias, como siempre, por iluminar lo más cercano.
    Pablo.

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