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Un poco más allá, sentados en un banco de mi calle, había tres jóvenes que reían, que ya es algo, y señalaban no sé qué en la pantalla del "iphone" de uno. Duró poco. Cuando volvía de comprar el pan y un trozo de bizcocho casero, estaban los mismos sumidos en su propia red, cada uno tecleaba su mensaje o "post" o "whatsapp", tal vez se comunicaban entre ellos mismos o con alguien más allá del Atlántico.
Hace unos días pude comprobar en la televisión que, mientras que uno de los diputados del Congreso se explayaba en la tribuna criticando los recortes en educación y sanidad, muchos parlamentarios bajaban la vista para consultar o teclear en las pantallas de sus tabletas o móviles inteligentes, sin prestar la menor atención al orador del momento ni a los problemas del país.
Como en Babel, una corriente de comunicación de usuarios de teléfonos móviles se une día a día con una misma lengua, bajo el mismo perfil. Toda esta homogeneidad anima a pensar que la comunicación nos hace grandes y poderosos. Informados y al día somos indestructibles. "Edifiquemos una ciudad y una torre cuya cúspide llegue hasta el cielo." Yahveh confundió la lengua y el sueño acabó.

Nos pasamos en todo: el que empieza robando quinientos euros acaba con miles de billetes bajo el colchón, etc.
Odio la melodía de mi móvil. La cambio a menudo, pero la sigo detestando. Hay días en que Facebook me cansa y Twitter siempre me agota.
Quiero desconectarme, soy como un Hal a la inversa. "Desconéctame, desconéctame..."
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