Hay cosas que no tienen importancia hasta que de pronto la tienen. Como, por ejemplo, el hecho de que el otro día en clase mis alumnos me preguntaran por qué no estaba en el diccionario el término "tuit" y yo les hablara de modas efímeras como el cederrón que casi nadie usa y que aparece en el diccionario o ese "chatear" que se recoge ya en el de la Real Academia Española (RAE), en su versión de internet, como avance de la vigésima tercera edición. Seguramente, cuando aparezca publicado el nuevo diccionario en papel, esta palabra haya perdido su vigencia o su sentido o puede que nadie chatee sino que "guasee"o lo que sea.
Sin embargo, nadie del grupo entendió que un personaje de una obra de teatro, mientras elucubraba sobre las optimistas posibilidades de su futuro incierto, rompiera una lechera. Algunos, tras miles de pistas e insinuaciones mías, recordaron un cuento que les costó reconstruir y muy pocos se acordaron que años atrás leyeron, conmigo como testigo, la versión de Don Juan Manuel, la de doña Truhana y nadie, evidentemente, me entendió cuando les volví a recordar la de Esopo o su variante como "olla rota" del Panchatantra indio. Se trata de una anécdota sin importancia que confirma lo poco que va quedando de nuestro bagaje cultural. En realidad, solo se trataba de un maldito cuento.
Como acababa también de enterarme de la noticia fatídica de la población inactiva no pude evitar que se mezclaran las ideas en mi cabeza y me acordé de las constructoras, bancos e inmobiliarias que construían castillos en el aire mientras deglutían billetes de quinientos euros. Esos mismos que ahora han visto como los beneficios se han diluido en la leche o la miel derramadas o en la harina de la olla rota, han tenido que despedir a sus trabajadores para no despedirse a sí mismos y no saben qué hacer con los pisos vacíos o embargados.
Y hay seguramente esperanza en un futuro que olvida lo que no les divierte y en unos jóvenes que han sido educados en el dinero fácil y en las marcas. Al terminar la clase, nos reímos juntos cuando la mayoría de mis alumnos identificó a la lechera de la obra de teatro con el nombre de unos yogures o con no sé qué leche condensada.
Sin embargo, nadie del grupo entendió que un personaje de una obra de teatro, mientras elucubraba sobre las optimistas posibilidades de su futuro incierto, rompiera una lechera. Algunos, tras miles de pistas e insinuaciones mías, recordaron un cuento que les costó reconstruir y muy pocos se acordaron que años atrás leyeron, conmigo como testigo, la versión de Don Juan Manuel, la de doña Truhana y nadie, evidentemente, me entendió cuando les volví a recordar la de Esopo o su variante como "olla rota" del Panchatantra indio. Se trata de una anécdota sin importancia que confirma lo poco que va quedando de nuestro bagaje cultural. En realidad, solo se trataba de un maldito cuento.
Como acababa también de enterarme de la noticia fatídica de la población inactiva no pude evitar que se mezclaran las ideas en mi cabeza y me acordé de las constructoras, bancos e inmobiliarias que construían castillos en el aire mientras deglutían billetes de quinientos euros. Esos mismos que ahora han visto como los beneficios se han diluido en la leche o la miel derramadas o en la harina de la olla rota, han tenido que despedir a sus trabajadores para no despedirse a sí mismos y no saben qué hacer con los pisos vacíos o embargados.
Y hay seguramente esperanza en un futuro que olvida lo que no les divierte y en unos jóvenes que han sido educados en el dinero fácil y en las marcas. Al terminar la clase, nos reímos juntos cuando la mayoría de mis alumnos identificó a la lechera de la obra de teatro con el nombre de unos yogures o con no sé qué leche condensada.
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