El ser humano está siempre protestando y, normalmente, con razón. Si no lo haces, te dejas avasallar y humillar, pero si abusas de la misma acción, el efecto deseado se diluye en el día a día.
Estamos viviendo una época de protestas, de "escraches" –qué poco me gusta la palabrita–, de manifestaciones y acciones que persiguen movilizar al ciudadano y presionar a los poderes políticos o económicos para que reaccionen, en fin, para demostrarles que no tienen carta blanca ni legítima ni ilegítima para mangonearnos y despreciar a los que aparentemente parecemos más débiles.
Sin embargo, hay que ponerlo todo en duda, hasta esto. Recordemos la primavera árabe, la esperanza que trasmitía y el seguimiento machacón que le hicieron los medios de comunicación. Recuerdo que todas las cadenas de televisión o radio realizaron programas especiales en al plaza Tahrir en El Cairo, parecía que estaba todo resuelto con unirnos a las protestas. Y ahora estamos nuevamente en primavera, mientras que seguimos recibiendo fotos de heridos y de antidisturbios golpeando a todo tipo de manifestantes en Egipto y otros países del norte de África. Han cambiado los gobiernos, se han celebrado elecciones democráticas, se han producido cambios que parecen no cambiar nada.
Aquí rodeamos el Congreso, convocamos huelgas o actos de desobediencia, se insulta a todo el mundo en las redes sociales, se acosa a los políticos en sus casas, se organizan manifestaciones y protestas en universidades, ante los juzgados, frente a los ayuntamientos, sedes de partidos, plazas, avenidas o mercados. Algunas tienen efectos instantáneos pero transitorios, como cuando se aplaza un desahucio; sin embargo, todo sigue prácticamente igual.
Tal vez, deberíamos ser más selectivos y conscientes de que protestar no es la única solución sino que hay que tomar partido: denunciar, acudir a las urnas para cambiar los gobiernos y no mirar hacia otro lado cuando no nos gusta lo que vemos u oímos.
Muchas veces fingen que nos escuchan y con eso nos conformamos.
Estamos viviendo una época de protestas, de "escraches" –qué poco me gusta la palabrita–, de manifestaciones y acciones que persiguen movilizar al ciudadano y presionar a los poderes políticos o económicos para que reaccionen, en fin, para demostrarles que no tienen carta blanca ni legítima ni ilegítima para mangonearnos y despreciar a los que aparentemente parecemos más débiles.
Sin embargo, hay que ponerlo todo en duda, hasta esto. Recordemos la primavera árabe, la esperanza que trasmitía y el seguimiento machacón que le hicieron los medios de comunicación. Recuerdo que todas las cadenas de televisión o radio realizaron programas especiales en al plaza Tahrir en El Cairo, parecía que estaba todo resuelto con unirnos a las protestas. Y ahora estamos nuevamente en primavera, mientras que seguimos recibiendo fotos de heridos y de antidisturbios golpeando a todo tipo de manifestantes en Egipto y otros países del norte de África. Han cambiado los gobiernos, se han celebrado elecciones democráticas, se han producido cambios que parecen no cambiar nada.
Aquí rodeamos el Congreso, convocamos huelgas o actos de desobediencia, se insulta a todo el mundo en las redes sociales, se acosa a los políticos en sus casas, se organizan manifestaciones y protestas en universidades, ante los juzgados, frente a los ayuntamientos, sedes de partidos, plazas, avenidas o mercados. Algunas tienen efectos instantáneos pero transitorios, como cuando se aplaza un desahucio; sin embargo, todo sigue prácticamente igual.
Tal vez, deberíamos ser más selectivos y conscientes de que protestar no es la única solución sino que hay que tomar partido: denunciar, acudir a las urnas para cambiar los gobiernos y no mirar hacia otro lado cuando no nos gusta lo que vemos u oímos.
Muchas veces fingen que nos escuchan y con eso nos conformamos.
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