Hay ciertos temas tan manidos o delicados que cuesta trabajo tratar. Me he resistido a escribir sobre mi visita a Auschwitz, pero ha sido una momento importante de mi viaje a Polonia y forma una parte imborrable de lo que he vivido este verano.
Lo que me queda de esa experiencia no es muy distinto de lo que sentía antes de visitar el campo de concentración: no he descubierto nada que no supiera. Se trata de un asunto peliagudo que desde 1945 ha sido criticado, comentado, interpretado y recreado por directores de cine, escritores, historiadores, políticos, periodistas, etc. Yo solo puedo aportar una descripción de lo que vi y sentí como visitante de Auschwitz y como turista.
Hay algo de teatral en la visita. Llevábamos unos auriculares que nos hacían concentrarnos silenciosamente en las palabras del guía brasileño. Empezamos pasando bajo la famosa y cínica inscripción: "Arbeit macht frei" ("El trabajo nos hace libres") y fuimos recorriendo el campo en grupo: éramos unos cincuenta y desde el principio parecía que formábamos parte de una tropa de deportados que arrastraban sus pies por un suelo cansado de ser pisoteado por tanta gente. Para entrar en cada bloque teníamos que esperar que saliera el grupo anterior y luego pasábamos en silencio y en fila de uno. La sensación de revivir los movimientos de los presos se iba haciendo poco a poco más real. Todo lo demás ya se sabe: fotos terribles, datos fríos y crueles, toneladas de pelos, gafas, maletas, etc. Un almacén horrible de horrores. Al cruzarme con otros turistas de mi grupo o de otro, en sus rostros se veía reflejada las pocas ganas de sonreír y el mal cuerpo que se nos estaba poniendo. El ser humano era eso: criminales y víctimas, un enjambre de maldad y barbarie. Hubo gente que lloró al visitar la sala dedicada a los niños, en otros crecía la necesidad de información: ¿cuántos murieron?, ¿de qué nacionalidad, etnia o religión eran los muertos? En mí, sin embargo, fue naciendo otro sentimiento de culpa, pero por el presente. Mientras paseaba por aquellos barracones y me disponía a visitar más tarde el campo de Birkenau (Auschwitz II), construido ya con el objeto menos hipócrita del exterminio masivo, mientras yo hacía turismo por esa Polonia, alguien bombardeaba en mi nombre como humano, en el de mi país o en el de la OTAN o lo que sea, una casa con inocentes o niños, las llamadas víctimas colaterales, crímenes de los que casi nunca somos conscientes. ¿Cuántos indígenas murieron en América tras el descubrimiento? ¿Cuántos esclavos africanos? ¿Cuánta gente murió en Srebrenica? ¿Cuántas deportaciones, holocaustos y barbaridades hemos protagonizados? ¿Cuántas quedan?
"Quien olvida su historia está condenado a repetirla" e incluso recordándola.
Lo que me queda de esa experiencia no es muy distinto de lo que sentía antes de visitar el campo de concentración: no he descubierto nada que no supiera. Se trata de un asunto peliagudo que desde 1945 ha sido criticado, comentado, interpretado y recreado por directores de cine, escritores, historiadores, políticos, periodistas, etc. Yo solo puedo aportar una descripción de lo que vi y sentí como visitante de Auschwitz y como turista.
Hay algo de teatral en la visita. Llevábamos unos auriculares que nos hacían concentrarnos silenciosamente en las palabras del guía brasileño. Empezamos pasando bajo la famosa y cínica inscripción: "Arbeit macht frei" ("El trabajo nos hace libres") y fuimos recorriendo el campo en grupo: éramos unos cincuenta y desde el principio parecía que formábamos parte de una tropa de deportados que arrastraban sus pies por un suelo cansado de ser pisoteado por tanta gente. Para entrar en cada bloque teníamos que esperar que saliera el grupo anterior y luego pasábamos en silencio y en fila de uno. La sensación de revivir los movimientos de los presos se iba haciendo poco a poco más real. Todo lo demás ya se sabe: fotos terribles, datos fríos y crueles, toneladas de pelos, gafas, maletas, etc. Un almacén horrible de horrores. Al cruzarme con otros turistas de mi grupo o de otro, en sus rostros se veía reflejada las pocas ganas de sonreír y el mal cuerpo que se nos estaba poniendo. El ser humano era eso: criminales y víctimas, un enjambre de maldad y barbarie. Hubo gente que lloró al visitar la sala dedicada a los niños, en otros crecía la necesidad de información: ¿cuántos murieron?, ¿de qué nacionalidad, etnia o religión eran los muertos? En mí, sin embargo, fue naciendo otro sentimiento de culpa, pero por el presente. Mientras paseaba por aquellos barracones y me disponía a visitar más tarde el campo de Birkenau (Auschwitz II), construido ya con el objeto menos hipócrita del exterminio masivo, mientras yo hacía turismo por esa Polonia, alguien bombardeaba en mi nombre como humano, en el de mi país o en el de la OTAN o lo que sea, una casa con inocentes o niños, las llamadas víctimas colaterales, crímenes de los que casi nunca somos conscientes. ¿Cuántos indígenas murieron en América tras el descubrimiento? ¿Cuántos esclavos africanos? ¿Cuánta gente murió en Srebrenica? ¿Cuántas deportaciones, holocaustos y barbaridades hemos protagonizados? ¿Cuántas quedan?
"Quien olvida su historia está condenado a repetirla" e incluso recordándola.
Comparto, absolutamente, los sentimientos que describes en esta entrada, tanto el horror por lo que se vivió, como la impotencia de saber que no ha servido para nada y que la historia se repite y se repite.
ResponderEliminarUn abrazo
Laly
Gracias por compartir tu experiencia.
ResponderEliminarTu historia es interesante. Gracias por compartir tu reflexión.
ResponderEliminarKonsuela, hostal Blooms que tu has encontrado es muy bonito. Yo vivo en Poznań y conozco la chica que trabaja alli :) Hostal hay un centro de la ciudad. Es cerca de la Plaza Mayor y cerca de paradas de los trenes. Tambien la gente que trabaja en Blooms es muy simpatica y abiera.